El atolón
Lenta avanza la plataforma.
Tres remolcadores emplean toda la energía de sus motores para desplazarla por mar abierto.
Las hélices forman turbulencias bajo la superficie que llegan hasta él.
La vibración sacude el cuerpo de Balbo.
Sus cabellos verdosos se arremolinan en torno al rostro afilado, descubriendo las pequeñas branquias que burbujean a la salida del aire.
¿Qué es esto que perturba el equilibrio del arrecife?
El clan lo rodea con evidentes muestras de temor.
Con ágiles brazadas de sus miembros musculosos emerge a la superficie.
Entornando los ojos oblicuos, descorre el parpado lateral para ajustarse a los rayos de sol que caen verticales sobre el trópico, todo azur y flama. Tal como lo suponía, allí están.
Con sus muchos años, ya ha visto esto. Sabe que los habitantes de la tierra, seres mínimos que conviven entre barro, humo y sudor vienen a horadar el lecho marina en busca de esa sustancia viscosa, esencia del ayer remoto, que al manar cubrirá la vida con su color de muerte, ahogándola.
Los corales, las algas, los peces…: todo el atolón corre peligro.
Convoca a sus hermanos a nadar rodeando las naves. La piel dorada brilla al sol y algunos hombres los ven.
Un temor supersticioso se instala en ellos y corre de buque en buque paralizándolos.
¡Abandonar el trabajo, desenganchar la plataforma y volver a puerto!, es lo que se escucha en las tres cubiertas. Los retiene la firmeza del personal que comanda el operativo, haciendo hincapié en la proximidad del sitio de emplazamiento.
Los marinos de raza piden clemencia a Poseidón, le recuerdan las carencias humanas, la necesidad que tienen de trabajar en los dominios del dios.
La gente del agua mantiene una vigilancia cauta ante la presencia de marinos armados en el castillo de proa. Para ellos, son a penas un reflejo áureo entre las olas, una estrella deshaciéndose en el mar, un rumor vítreo entre las aguas…
La situación es difícil y Balbo llama a reunión en el ojo del manantial del oráculo.
Pocas veces necesito cargar la gran caracola, nunca llegó a hacerla sonar.
Solamente un tritón de estirpe como él, descendiente de Poseidón, tiene ese derecho.
Los ancianos están de acuerdo.
Es un retumbo que asciende vertical, impacta en la superficie y se expande.
El viento acude al llamado, encrespa al mar, forma y eleva la tromba que contra las paredes del peñasco se convierte en tornado.
Gira…gira… destruyendo todo a su paso.
Solo los humanos piadosos son impulsados al arrecife, donde aguardan la llegada del equipo de rescate.
Laura Thomas
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